sábado, septiembre 30, 2006

Un regalo

Soy bastante exigente en cuanto a una pareja se refiere, quizá demasiado. Ya muchos me han dicho que soy una persona bastante fría. En parte es cierto, tengo una especie de caparazón de hielo. Quizá es porque creo en la entrega total del alma, aunque no necesariamente eterna. Es el amor algo tan sublime, tan versátil, tan infalible.

En mi reciente viaje a Ecuador tuve la oportunidad de conocer a ésa persona, ése complemento que todo ser humano busca y necesita. Es extraño que la vida me haya llevado a conocerlo en aquellas circunstancias, en las que el tiempo total que compartimos fue tan pequeño y a la vez tan inmenso, en las que lo más probable es que nunca nos veamos de nuevo... En las que la forma de olvidarlo es absolutamente inexistente.

Es maravilloso cómo puede alguien hacer un cambio, dejar una huella en una vida, sin necesidad de usar mucho tiempo para ello. Es sorprenderte cómo se puede llegar a ser tan increíblemente feliz durante un instante, para luego sentir cómo un pedazo del alma es cruelmente arrancado de tus entrañas. Pero ambas sensaciones son perfectamente fusionables, aunque no lo parezca.

Él me hizo inmensamente feliz. Me hizo querer, me hizo ser querida. Hizo que todo pareciera perfecto, que aquel instante en el que tomó mi mano, en el que rozó mis labios, aquél instante en el espacio se haya sentido como fuego que quemaba mi nuca sin piedad, como rocío que apagaba de repente la sed de mi alma. Me hizo conocer el dolor de la despedida y el sabor de un último beso... Hizo el tiempo tan largo... Hizo que el reloj renunciara a ser verdugo de los segundos, de nuestros segundos, y que cada instante se multiplicara sólo para nosotros, en un abrazo tormentoso de sueños, de deseos, de amargura...

Jamás podré olvidarlo. Guardaré esa llama del recuerdo algún rincón secreto, oscuro, tan sólo mío, protegido de cualquier aguacero; y recurriré a ella tan sólo cuando las circunstancias amenacen con extinguirme... Por que tan sólo él ha podido tomar mi alma de la mano, y rescatarla del abismo de la soledad.

Jamás podré olvidarte.

Andrea Grimaldi.

De vuelta...

¡Qué bien se siente estar en casa! Acabo de regresar de Guayaquil, Ecuador. He tenido la oportunidad de viajar varias veces en mi vida, y creo que es en ésta cuando mejor me he sentido de regresar a casa.

Soy una persona feliz. Dios demuestra que me quiere todos y cada uno de los días.

Andrea Grimaldi.

sábado, septiembre 23, 2006

Soledad

Siempre he opinado que la soledad es el más triste de los caminos que el hombre puede decidirse a tomar. Es cuando ha construido un muro en lugar de un puente. La soledad es tan versátil, puede tomar tantas formas, puede moldearse a cada persona de maneras tan distintas...

Soledad es cuando el que amas está a punto de morir,
cuando es visible en su cara, en sus ojos,
cuando el orgullo se obstruye, se destruye,
y cuando su reflejo se raja, se diluye...

Soledad es cuando se fortalece la fragilidad en nuestro ser,
y cuando se refleja en cada acción, en cada nuevo amanecer,
cuando la sombra del dolor se proyecta en cada paso,
y cuando lo unico que salvaría el alma es un abrazo...

Soledad es cuando hay demasiadas emociones encontradas,
y cuando el peso del mundo grita sobre almas desamoradas,
es cuando la unica opción es un mundo oscuro, atroz,
y cuando la muerte grita a través de una silenciosa voz...

Soledad es cuando sabes que estás a punto de fallar,
y cuando, junto a tu alma, comienzas a naufragar,
soledad es cuando se niega la propia inmortalidad,
y cuando la mente se ahoga en la triste fatalidad...

Soledad es cuando el tiempo que falta es corto,
y cuando el dolor te hace ciego, te vuelve sordo,
es cuando aquél que amas está a punto de morir,
cuando es visible en su cara, y en sus ojos...


Andrea Grimaldi.

viernes, septiembre 15, 2006

Las manos de niebla

Las lágrimas de rocío nocturno acariciaban mi ventana. El gran sauce que se adueñó de mi jardín dejaba pasar apenas un tierno respiro de luna, y las tristes gotas lo magnificaban. La tierra de afuera recibía a la noche con extraños perfumes de piedra, justo antes que el viento se los llevara con su taciturna magnificencia. Aquélla melancólica noche me mantuvo en un extraño trance, quién sabe cuanto tiempo, en un letargo de memorias, de pensamientos informes, hasta que algún haz perdido que se reflejó en mi viejo espejo me sacó de mi ensimismamiento.

Decidí comenzar a alistarme. Luego de escoger cuidadosamente mi atuendo, que consistía en un tan hermoso como diminuto traje negro, zapatos italianos y una bufanda francesa, me dispuse a maquillar las arrugas y las ojeras que traicionaban mis noches en vela. Pero esta vez el cristal llamó extrañamente mi atención. Me acerqué lentamente y observé detenidamente el reflejo. El gran espejo victoriano me devolvió la mirada... pero yo no creía, o al menos no quería creer que esa imagen era realmente mía... sí, tenía mis facciones, pero no era posible que yo albergara esa mirada... no, no podía tener tanto resentimiento, tanto desorden en mi ser, tanto desprecio hacia mí misma, ahora que por fin lo tenía todo. La mujer me acusaba desde el otro lado del espejo, que me hostigaba con los ojos, me miraba como yo hubiese mirado a mi madre, que me dio por cuna una canasta de paja húmeda, media deshecha, y por techo una iglesia demacrada... como yo hubiese visto a Don José, el magnate nacional de bebidas alcohólicas, el que me exigía que satisficiera sus deseos con lazos negros en mis muñecas amoratadas... pero ese era la imagen que el vidrio me devolvía. Jamás conocí tanto a mi propia alma como lo hice aquella noche extraña.

Navegaba mi mente en tristes pensamientos y oscuros resentimientos, cuando la mano del reflejo comenzó a moverse lentamente. Digo la mano del reflejo, porque ninguno de mis músculos se contrajo en ningún momento. Yo no me movía... ¡Juro por Dios que no me he movido de aquí! Aquella mano seductora, cuya piel brillaba como la más fina arena al sol y cuyos nudillos bailaban con la misma gracia que una ninfa enamorada, aquella muñeca que ocultaba el dolor y la miseria de mis desventuras y el oscuro abismo de mis deseos, que fuera del espejo no era mano, sino espectro, tocó mi cuello con suavidad fantasmal... y los ojos de mi reflejo ardían de placer junto el fuego de la chimenea. Luego su otra mano salió del espejo y tomó el extremo de la bufanda que aún no me había puesto. Recuerdo esas manos como si aún me acariciaran... Eran manos de niebla, vacilantes, de vaho, de delirio... Después la bufanda que yacía inerte en su mano tomó vida y, con enorme lentitud, se estiró hacia arriba hasta que toco el techo, para luego enrollarse en un viejo gancho que servía de testigo y descender directamente hacia su otra mano. Mis palabras resultarían inútiles para describir con exactitud los movimientos sublimes con que el espectro colocó la bufanda alrededor de mi cuello. Hasta este punto, este ritual me parecía interminable. Y así como esos minutos me parecieron hechos de agonía infinita, pasó un sólo un segundo para que mi reflejo apretara violentamente la tela francesa alrededor de mi cuello. Luego la soltó... y mis pies amoratados se despegaron del suelo, y las manos de mi reflejo se deshicieron en mil partículas de ceniza, y se perdieron para siempre en el abismo de mi habitación.

Andrea Grimaldi.

miércoles, septiembre 13, 2006

Reloj de pena

Otro día ha acabado. Otro día se esfuma. El espectro diurno abandona su insaciable calor que se tranforma en gotas de lluvia. Mientras te despiertas, preparas el cafecito del desayuno, lees el periódico, trabajas y regresas a casa, otro día pasa altanero, con la frente en alto, sin prisas ni retrasos. ¡Cuán cegadora puede llegar a ser la rutina!

¿Estás satisfecho con lo que has hecho el día de hoy? ¿Realizaste todo lo que tenías planificado, fue tu día realmente productivo? ¿Ha pasado algo el día de hoy que justifique el uso del oxígeno? Si las respuestas son negativas... piensa dos veces antes de darle seguimiento a tu patética existencia.

Jamás dejes que pase un día de tu vida sin haber echo algo de importancia.

No existe ningún amigo más cruel que el tiempo.

Andrea Grimaldi.