martes, enero 08, 2008

Viaje nocturno

Desperté sudando y apunto de vomitar el corazón. Me levanté y encendí un cigarro. Ya en la claridad del alba y en el volátil espacio amorfo limitado por la nicotina, mi mente se permitió rememorar la pesadilla que todavía puedo sentir rebanando mi tranquilidad.

Era una noche atractiva como todas, de aquellas que invitan a pasear la mirada e intentar imaginar sus interminables confines, fracasando una y otra vez. Me quejé en un lejano pensamiento por el dolor en mi nuca mientras mientras pensaba en que si la inmensa tranquilidad pudiera inhalarse, el diario vivir sería mucho más soportable. Quizá no podía inhalarse, pero podía rozarse. Ante la inmensidad hermosa y taciturna, todos los asuntos que la vida depara son ridículos y noches como aquella, verdaderas (acaso únicas) razones para vivir.

Mi instinto de supervivencia me exigió de pronto salir del embriagante estupor que la hermosura nocturna suele provocar y enfocar con pupilas rápidas y asustadizas lo que se encontrara en frente. Me encontré dentro de un auto. Mi sorpresa obvia fue la de estar en movimiento bajo un techo sólido, cuando unos segundos antes miraba estuperfacta (por enésima vez) la magnificiencia lunar. Luego de salir del pequeñísimo tiempo en que me permití dudar de mi cordura, observé con atención lo que me rodeaba. Estaba correctamente sentada en el centro del asiento de atrás, y mis manos descansaban sobre mi regazo. Me incliné hacia adelante y vi a mi padre con las manos en el timón, y a mi hermana haciendo las veces de copiloto. Traté de hablarles, pero detuve el impulso cuando me fijé en que la quijada de ella estaba tan tensa que su piel parecía luchar por no romperse. El semblante de mi padre no difería en mucho a el de ella; las protuberantes venas de sus manos parecían querer reventarse con fuertes y rápidos saltos. Me extrañó observar que las luces del tablero estaban apagadas, a pesar de las miles de precauciones que mi padre suele tener al conducir. Mi sorpresa aumentó cuando escuché los árboles silbando cuando pasábamos junto a ellos. Esos árboles... eran oscuros, eran masas negras sostenidas por troncos retorcidos; sus ramas eran dagas que rozaban furiosas la carrocería, rayándola como si estuvieran desempuñadas especialmente a los extraños. El motor se quejaba con un ruido infernal; imaginé los pistones escapando a través del metal. Intenté hablar otra vez y me detuvo el hecho que no podía reconocer nada de lo que teníamos adelante, sólo podía ver un camino de tierra muy estrecho. Asombrada de mi falta de habilidad para analizar con rapidez lo que ocurría, entendí por fin que descendíamos por el camino. Regresé a mi posición inicial y procedí a analizar mi propia situación. Sentí un gran alivio en la espalda mientras el corazón galopaba sobre mi cráneo y mi alma se recogía en un profundo y punzante flato, presintiendo alguna especie de inevitable tortura.

Por fin, mi padre dio muestras de no ser un autómata. Volteó hacia mi hermana, luego giró su cabeza lo más que pudo para verme a los ojos. Pienso que al menos ésa era su intención, pues no logró verme directamente, sino que enfocó un punto a mi lado e inmediatamente volteó de nuevo hacia el camino. Luego de algunos minutos que me parecieron horas, tomó la palanca de velocidades e intentó moverla, pero parecía trabada. Pateó histéricamente el pedal del freno, y éste rebotó burlón mientras el auto parecía acelerar cada vez más. Una de las llantas del auto tropezó con alguna piedra, y luego con otra, y con otra más, cada una parecía más grande que la anterior. Entonces presionó de nuevo el pedal, una sóla vez, sin éxito. Con infinito pero contenido pavor miré a través del vidrio ante mí... El camino se partía más adelante en una enorme extensión de agua que se tendía muchos metros más abajo, parecía una horrible boca negra, enorme y espesa, era tan enorme que el encontrar confines, que tan hermoso y entretenido me había parecido, era ahora algo tan inmesamente terrible que casi agradecí que fuera imposible. Yo ya no era capaz estimar la velocidad a la que el maldito auto iba. Unos segundos después, mi padré inhaló profunda y ruidosamente y exhaló de la misma forma, luego inhaló y exhaló un poco más rápido, la siguiente inhalación fue casi nula pero muy ruidosa... y cada elevación de su pecho sentía yo como el pavor pateaba mi estómago; intentaba él respirar entre un horrible arrebato de locura y desesperación. Pensé en ese momento que jamás hubiese esperado de él reacción parecida; todos los sonidos que un momento antes perforaban mis tímpanos, ahora se desvanecían ante su incontrolable angustia que calcinaba mi espíritu y me hacía sentir terriblemente débil... había sido él mi única fuente de esperanza hasta ese momento. El cuadro que ante mis ojos se presentaba congeló mi capacidad de decisión; no podía moverme, gritar o articular palabra. Luego el viejo cuerpo de mi padre giró un poco para dirigirse a mi hermana y a mí. No puedo desciribir agonía que pendía de su voz... "Lo siento". Su cara brillaba... ¡Lloraba! Sentí una mezcla punzante y asquerosa de odio y de terror ante lo que se avecinaba y ante la debilidad de mi padre. Descubrí entonces que no había mucha distancia entre el horrible océano y nosotros... No había ya nada que hacer. La siguiente imagen que ante mí se desplegó fue la de infinitos puñales de vidrio reluciendo entre los enormes tentáculos del líquido, las manos de mi padre, de mi hermana y las mías protegiendo nuestras caras, mientras el terrible rugir de las fauces del mar ridiculizaba el horror que manaba de nuestras gargantas y de nuestros cuerpos desmembrándose...

En ese instante, el dolor me despertó antes que pudiera sentirlo, y se fue. Casi lo escuché burlarse de mí cuando sentí mi cuerpo completamente empapado en salado sudor y mi respiración agitadísima... no, nunca, jamás tan agitada como la de... mi padre. Abrí la puerta de la habitación de al lado: mis padres roncaban como leones.

Tanteé en la oscuridad en busca del encededor y salí al patio.