Tengo el gusto de recibir una clase de teatro cada viernes. Había abandonado el teatro por casi 5 años. De hecho, las letras salieron a mis tendones en el momento en el que el teatro había formado un abismo tan grande que el llenarlo se convirtió en una necesidad.
El viernes pasado Mercedes, nuestra directora, motivó a algunos de nosotros a interpretar o represetar alguna vivencia que haya causado grave impacto en nuestras vidas. Luego pidió que cada quien contara la vivencia que le hubiera acudido a la mente. Unas diez personas, sentadas en el suelo, desnudando una memoria atada con cuidado y guarda con sumo recelo ante completos extraños. Y sin embargo, la incomodidad, el pudor, la verguenza y el dolor se amortiguaban un poco dada la sincera voluntad que tenían todos de escuchar. No, no era morbo, era una ambivalencia y una reciprocidad absolutamente necesaria para que vencer la común tendencia a rehusarse a abrir las respectivas cajas de Pandora, para que nadie se levantara y reclamara que había llegado ahí para actuar, no para echarse en el sillón del psicoloco.
Mientras el resto hablaba, yo me movía hacia adelante y hacia atrás, como una autista: una fea costumbre. Cuando llegó mi turno de hablar, Mercedes dijo que notaba mi incomodidad, que mi balanceadera era una demostración de mi necesidad de evadir la situación. El tono de su voz desvelaba la absoluta seguridad que tenía en la veracidad de sus palabras, enraizado en la edad y la experiencia. De hecho, mi tronco se mece a medida que escribo esto. Mierda, tenía razón.
Es muy fácil evocar sensaciones, lo complejo es dominarlas. Dicen que una vez que recordás lo que hace tiempo dejaste bajo tierra, es necesario buscar una pala: lo que enterrás se pudre y bajo tierra no apesta. Tomarlo como una ventaja o como una desventaja será la ventura o desventura de cada quién.
Así que decidí hablar... pero las cosas siguen enterradas, en lo más profundo de mi interior. Hablar entonces resultaría talvez una patraña de psicólogos. Quizá el truco no sea mostrar la propia realidad como una nota periodística, sino que mediante imágenes, parábolas, sonidos... aceptar o rechazar de una vez por todas los cimientos sobre lo que uno es lo que es ahora. Saborear, llorar, reír lo que se expresa. Vivir sobre lo que se es y lo que talvez nunca se deje de ser. ¿Para bien, para mal? Esas, amigos, son muchas otras historias: las que cada persona decida contar.
El viernes pasado Mercedes, nuestra directora, motivó a algunos de nosotros a interpretar o represetar alguna vivencia que haya causado grave impacto en nuestras vidas. Luego pidió que cada quien contara la vivencia que le hubiera acudido a la mente. Unas diez personas, sentadas en el suelo, desnudando una memoria atada con cuidado y guarda con sumo recelo ante completos extraños. Y sin embargo, la incomodidad, el pudor, la verguenza y el dolor se amortiguaban un poco dada la sincera voluntad que tenían todos de escuchar. No, no era morbo, era una ambivalencia y una reciprocidad absolutamente necesaria para que vencer la común tendencia a rehusarse a abrir las respectivas cajas de Pandora, para que nadie se levantara y reclamara que había llegado ahí para actuar, no para echarse en el sillón del psicoloco.
Mientras el resto hablaba, yo me movía hacia adelante y hacia atrás, como una autista: una fea costumbre. Cuando llegó mi turno de hablar, Mercedes dijo que notaba mi incomodidad, que mi balanceadera era una demostración de mi necesidad de evadir la situación. El tono de su voz desvelaba la absoluta seguridad que tenía en la veracidad de sus palabras, enraizado en la edad y la experiencia. De hecho, mi tronco se mece a medida que escribo esto. Mierda, tenía razón.
Es muy fácil evocar sensaciones, lo complejo es dominarlas. Dicen que una vez que recordás lo que hace tiempo dejaste bajo tierra, es necesario buscar una pala: lo que enterrás se pudre y bajo tierra no apesta. Tomarlo como una ventaja o como una desventaja será la ventura o desventura de cada quién.
Así que decidí hablar... pero las cosas siguen enterradas, en lo más profundo de mi interior. Hablar entonces resultaría talvez una patraña de psicólogos. Quizá el truco no sea mostrar la propia realidad como una nota periodística, sino que mediante imágenes, parábolas, sonidos... aceptar o rechazar de una vez por todas los cimientos sobre lo que uno es lo que es ahora. Saborear, llorar, reír lo que se expresa. Vivir sobre lo que se es y lo que talvez nunca se deje de ser. ¿Para bien, para mal? Esas, amigos, son muchas otras historias: las que cada persona decida contar.
9 comentarios:
Yo creo haber dejado el pudor atrás, hace mucho tiempo. Es una liberación total. Y tengo una sonrisa budística envidiable, según dicen mis más allegadas amistades. Yo por supuesto, no les creo.
¿Y qué escena representaste, querida Andrea?
mmm si... como aquello de los esqueletos en el armario... algún día abres y te encuentras con que siguen allí (solo un poco manchados de polvo y moho) con su misma sonrisa paralizada, forzada y burlona
saludos!
(yo también me pregunto que escena representaste... )
"Bajo Tierra" que buen titulo, y asi quedaran muchas historias.
Actuación!! que envidia siempre quize tomar clases de actuación.
me recordaste muchas cosas que tengo bajo tierra, el problema es que hay personas que vienen con sus palas a querer desenterrarlas...
Donde recibís las clases?
necesito reconciliarme con esa parte de mi vida
Querida, ¿qué escena representaste?
¿Cómo estás, Andrea?
Algunos meses atrás, participaste en la creación conjunta de un escrito.
Hoy quiero que repitamos la experiencia, la unión-conexión de diversas voces.
Te invito a formar parte de los co-autores de este escrito.
Un beso,
Pablo
el teatro te va a cambiar la vida. te lo aseguro.
es... como un viaje interno. cada día, cada función, cada interpretación... por eso dicen que el teatro es la vida...
;) buen titulo, va bastante bien en el contexto...
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