miércoles, febrero 28, 2007

Manos de niebla (v.07)

El suave golpeteo de la lluvia sobre mi ventana era mi única fuente de tranquilidad en aquella noche. El gran sauce que se alza en el centro del jardín dejaba pasar apenas un tierno respiro de luna que las tristes gotas magnificaban y la tierra de afuera recibía a la noche con extraños perfumes de piedra, justo antes que el viento se los llevara con su taciturna magnificencia.

Ignorando la poca compatibilidad de mi organismo con el alcohol y considerando la creciente ansiedad que me poseía y la exasperante falta de tabaco, me serví el poco de whisky medio rancio que Don José había abandonado en una de tantas aventuras nocturnas. A paso lento me dirigí al sillón, que descansaba como un anciano abandonado en una esquina de la habitación viendo hacia la ventana bajo el suave velo de la luz de luna que, junto al constante golpeteo en mi ventana, hacia insignificante el sonido de los resortes que amenazaban con revelarse y apuñalarme por la espalda sin previo aviso. Siempre me ha parecido cómodo permanecer con poca luz, en soledad, quizá mi mente se desordena con menos facilidad en la oscuridad.

Luego de obligarme a ingerir aquel trago pestilente, me puse en pie y comencé a vestirme. Debía ser especial el atuendo que usara, el cumpleaños de Don José hacía especial esa noche. A pesar de la falta de capacidad de decisión que con frecuencia a las mujeres se nos atribuye, escogí mi atuendo sin demasiadas cavilaciones. Un revelador vestido negro, zapatos altos italianos, una bufanda francesa y un baño en perfume formarían junto a las marcas ocultas bajo maquillaje un atuendo apropiado.
Había llegado casi a su fin mi transformación, cuando un extraño haz forzó a mi distraído semblante a fijarse en él. Era un pequeño círculo blanco, con borde irregular, que confundía su perímetro con el viejo tinte del marco victoriano. Busqué la fuente de luz, pero sólo me encontré con las sombras húmedas que inundaban mi triste y pequeña alcoba. Volteé de nuevo hacia el marco, el círculo seguía ahí, estático; parecía llamarme, me seducía, provocaba en mí un súbito deseo de rozar con los dedos aquella maravilla cautivadora. Pero, al tocarla, el haz no chocó contra mis dedos, como era de esperarse, sino que seguía fija sobre la madera, incrustado, como si estuviese pintado sobre aquél tinte oscuro de años de antiguedad. Me mantuve parada, completamente rígida, sumergida en un extraño trance, hasta que el círculo comenzó a moverse. Fueron sus movimientos suaves y pequeños durante un breve lapso, nada más que una pequeña vibración; mas su actividad aumentaba con el paso de los segundos, temblaba de arriba abajo, pausadamente al principio, obedeciendo a un perfecto compás, y se arrastraban mis pupilas anonadadas junto a esta abrumadora coreografía.

Entonces, ante mi asombro, la mancha se salió de tempo de repente. Se desplazaba ahora frenéticamente, sobre el marco, sobre las paredes, sobre el candelabro, y justo sobre la mesa a mis espaldas, cual eco en un complicado laberinto, sin ninguna trayectoria específica. Mi mirada perseguía aquella mancha blanca por toda la habitación y un súbito flato comenzó a invadir mi alma, se estrellaba mi corazón contra mi pecho y pensé que mi pasado de ataques de asma comenzaría a torturarme de nuevo. Entonces se detuvo la mancha justo donde la vi por primera vez, sobre el lado izquierdo del marco del espejo. No podía apartar mis ojos de ella, ni puedo precisar cuanto tiempo pasó hasta que empezó a desvanecerse… y me es aún más difícil de expresar mi asombro cuando aparté mi mirada de aquel punto maldito y observé mi reflejo. Reinaba ahora en mi espíritu una pasmosa quietud… y frío, muchísimo frío. Pero juro por mi alma que ni en mis sueños más oscuros y paganos hubiese imaginado que la imagen que ante mí tenía fuese mi verdadera apariencia. Tenía el reflejo mis facciones, sí, pero me parecía imposible que esa fuera yo, que esa fuera mi mirada, mis pupilas… las pupilas de la imagen carecían de rastro alguno de vida, profundas, negras, completamente negras, asombrosamente distantes… pero aquella extraña falta de vitalidad en la mirada del reflejo no lo eximía de expresión. ¡Por todos los Demonios, no podía yo albergar esa expresión! El reflejo debía tener su propia horrible expresión, perforaba el vidrio con la mirada… Sentía yo una especie de extraña comunicación entre aquél ser en el espejo y mi propio espíritu.

Y entonces mi inquietud, que había crecido con el transcurso de la escena, se apaciguó de pronto, mi respiración se tornó más tranquila, más pausada y mi pulso pareció tornarse más lento que lo normal. La única explicación que soy capaz de dar a este hecho es mi súbito reconocimiento – o, al menos, una esperanzadora sensación de entendimiento – del significado de la mirada que mi espejo me dirigía. Sí, era exactamente aquella la forma en que yo hubiese calcinado con los ojos, si aún pudiera, a esa mujer que me trajo al mundo y me dio por primer techo una iglesita demacrada, o como yo hubiese visto a Don José, cuando me demandaba que satisficiera sus torcidas fantasías con ataduras en las muñecas… era con esa misma crueldad a quien me hubiese visto si yo no hubiese sido yo, si me hubiese notado y estudiado la clase de escoria que me había vuelto, cubierta de hermosura, con un vestido negro que provocaría hasta a un ciego, con aquella bufanda roja que formaba un hermoso conjunto con mi larga cabellera negra, con el alma vacilante, perdida, compuesta de pequeños cristales, pedazos de lo que alguna vez fui, que ya no encajaban, que ya no existían… Turbulencia era lo que a mi mente dirigía, mas, por extraño que parezca, era mi alma dueña de una paz absoluta. Silencio profundo cobijaba mi alma, contrastando increíblemente con el torbellino de pensamientos desordenados que se burlaban de mi nebulosa confusión. Disfruté entonces este descubrimiento, lo saboreé, tan placentera era aquella calma que no sentí moverse en mi ser un solo músculo cuando colgando de su brazo, la mano del reflejo comenzó a moverse. Bajé la mirada y confirmé la quietud de mi mano, mas los dedos de la imagen se contraían lentamente, uno a la vez, como ejecutando una alguna magnífica pieza para arpa en las sombras. Y aquella tranquilidad que me cobijó durante unos pocos minutos y el increíble sosiego que mi alma desconocía hasta ese momento me abandonaron en pocos segundos, se agitaron de nuevo mis pulmones y mis párpados dejaron de responderme. No podía, no podía dejar de observar aquella mano cubierta por tersa piel moverse hacia mí, saliendo del espejo, lentísima, mientras frenéticos eran los temblores de mis músculos, tan fuertes que me costaba trabajo mantener mi vista en un sólo punto.

Salió por fin la mano del espejo, era hermosísima y sus dedos asombrosamente largos, casi se le podría adjudicar la nostalgia de la lejanía lunar, aunque ansiosa; aquella mano, que fuera del espejo no era mano, sino espectro, se acercó a mí, en un teatro de agonía que parecía querer acabar nunca. Cuando intenté alejarme, noté que no era más la dueña de mis funciones motoras. Pero no me tocó aquella mano como parecía era su intención, sino que descendió hasta que sus dedos tomaron el extremo de mi bufanda, que no había yo terminado de colocar alrededor de mi cuello y sólo pasaba por mi nuca colgando inerte sobre mi pecho. Examinó su textura el fantasma, o al menos eso me pareció a juzgar por sus movimientos; y luego la soltó, y comenzó a alargarse y a ascender, como todo en este ritual, con una lentitud etérea y abrumadora. No tuvo más opción mi mirada que seguir aquella trayectoria vertical y, al llegar las primeras fibras al techo, exactamente sobre mi cabeza, se enrollaron en un gancho en el que solía colgar lámparas o algún adorno acorde con la época y que, visto desde abajo y desde el estado de histeria contenida en el que me encontraba, me pareció increíblemente amenazador. Así pues, descendió el extremo de la bufanda ante mis ojos desorbitados hasta encogerse circularmente, cual una pitón bajo algún maravilloso encantamiento árabe, sobre la mano extendida del fantasma que, a menos que mi percepción o mi memoria hayan profanado mis impresiones, era ahora distinta a como la vi por primera vez: ahora las capas de su piel casi transparente se desintegraban y sus huesos eran cada vez más visibles y horrorosos.

Cuando la tela francesa terminó de descender, desafiando mi ya cansada mente, salió la otra mano del espejo en la que hasta el momento no había notado un solo rastro de actividad. Me faltan palabras, me es absolutamente imposible describir con exactitud los movimientos sublimes con que colocó el espectro aquella tela francesa alrededor de mi cuello…mi garganta se agrietaba cual desierto sediento, sangrando con cada inhalación… ¡Y su sonrisa!, jamás olvidaré la sonrisa de la mujer del espejo, ampliándose sugestiva como el mismo sol; ni el vaho que emanaba, aquella respiración fatigada que sobrevivía de cada resquicio fugitivo mi existencia; ni sus manos… ¡Horrendas manos! ¡Magnífico reflejo de mi desventura, infinito y silencioso coloquio de mi sufrir!

Así sus manos limpiaron mis lágrimas en aquella noche tormentosa, y me observa ahora desde el umbral del espejo victoriano mientras escribo ante la urgente necesidad de dejar constancia de esta última escena en mi vida, cuyo telón caerá en unos pocos minutos. Sean estas letras las relatoras de la verdadera razón de mi paso por este mundo: ser afortunado espectador de este montaje majestuoso que sólo las Tinieblas y la noche en su tormento pudieron escribir. ¡Bendita seas tú, Diosa Lunar, enigma silencioso que desde tu elevado trono de sombras me cautivas, me posees con tus reflejos, con tus emanaciones melancólicas!

Tejido de agonía infinita ha sido todo este ritual. Mas debo reconocer que en esta noche que se despliega ante mí como una cortina fúnebre ha ordenado, junto a este espejo, mis aletargadas emociones. ¡Cuán vasta es la paz que a la Muerte precede, cual distancias entre soles, cual lluvia sobre el mar! El reflejo me observa, parado frente a mí, y me sonríe… No pasará mucho tiempo antes que ella, la del espejo, apriete mi bufanda contra mi cuello… Te vas, Vida, -¡bendita seas!- te vas y me dejas la tranquilidad más sublime, ¡la más gloriosa de las muertes!

Ana Gris.

martes, febrero 27, 2007

1812

Y danza ante nosotros el fuego entre la noche, proclamando a los vientos que se avecinan nuevas horas, nuevos aires y nuevos horizontes. ¡Levanten sus copas! Por las frases, las estrellas, los días, los eclipses... por la dialéctica del espíritu y por las letras que están por nacer.