lunes, diciembre 10, 2007

Cuando la compasión le ganó a la razón

Una voz masculina, quizá proveniente de un hombre parado como a siete metros de distancia, con cara infantil y de tímidos ademanes llegaba a mis oídos como se oyen por la noche el chirrido de los grillos apareándose o el locutor de la radio que dispara el despertador.

"Jóvenes, hoy no tendremos receso debido a que vamos demasiado retrasados con el curso, mejor aprovechamos hoy todo el tiempo que tenemos..."

A mi pupitre no le cabían más dibujos, formularios, dibujos eróticos y los infaltables poemitas, producto inevitable de cuando el tedio y la monotonía durmieron juntos.

De pronto, entró al salón una señora que se me hizo extrañamente familiar. El ingeniero, que estaba parado en la tarima, (ah si... estaba en clase de física), le preguntó al verla qué deseaba. Ella le respondío que sólo quería unas dirigirles unas palabras a los alumnos, a lo que él accedió: nunca lo he visto echar a un indigente.

La mujer recién llegada tenía unos 30 o 32 años, era de piel morena clara, robusta, de baja estatura, ojos cafés bastante grandes. Me obligué a salir de mi letargo para prestarle atención. Cuando agradeció al ingeniero el espacio otorgado, noté que su voz era delgada, aguda, monótona, entreveía un intento de ternura´que hacía que su semblante se empequeñeciera y pareciera inmensamente falaz. Todo eso lo juzgué en un par de segundos, pero como nunca juzgo sin premisas, la escuché con atención. Su discurso fue algo así: "Jóvenes, disculpen por favor que les venga a interrumpir en este día, les ruego por favor me perdonen; sé que están cansados, sólo les vengo a robar unos minutos de su tiempo, préstenme atención sólo un momentito, no les vengo a interrumpir mucho..." Ya empezaba a perder la paciencia. Su mirada era permanentemente suplicante... exasperante. "Fíjense jóvenes que les vengo a compartir una pena muy grande... una pena enorme de nosotros. Tenemos una niña de dos años, es hermosa, es mi vida, es todo lo que quiero, hemos vivido junto a ella los mejores años de nuestra vida... Es mi hijita y he depositado en su corazón todo el amor que una madre puede dar; pero ella, a pesar de lo linda que es, tiene en su cabecita unas plaquetas que le pusieron hace un año, porque ella tiene una enfermedad que seguramente ustedes, mis jóvenes, que están en la universidad habrán escuchado, es cuando se tiene agua en el cerebro... se llama microcefalia, le tenemos que sacar unas radiografías para ahorita al mediodía... le suplico una ayuda, por el amor de Dios, lo que ustedes quieran, no se sientan obligados, ¡ay! yo estoy segura que Él se los devolverá, disculpen de verdad que les haya venido a quitar su tiempo, disculpe licenciado, gracias, muchas gracias a todos, que Diosito les dé un gran día".

Se esparció por el aire el murmullo general da por terminada la atención del público. Ella comenzó a pasar entre las filas, agradeciendo sin dejar su patética entonación. En mi mente rondaba la idea que la enfermedad que había descrito no era microcefalia sino hidrocefalia. La fila en la que me encontraba era la segunda por la que pasaría recogiendo limosna... ¿Puede una madre equivocarse en el nombre de la enfermedad de la que padece su hijo, especialmente si se trata de una así de terrible? No, no lo creo.

Pero, ¿y si fuera cierto? Buscaría el significado de microcefalia en el diccionario. Busqué mi billetera. Perdí dos quetzales aquel día.