domingo, agosto 17, 2008

Ocaso de un solo ídolo

Como dormida observo tus ojos que,
como dormidos,
apuntan a la lejanía infinita.

Tu silencio duele.

Dolés como miembro dormido,
como al que le negaron la sangre y que protesta
por la fugaz agonía que redujo la eternidad
en un anaeróbico instante.

Inhalás,
inhalás profundamente,
como si el aire oxigenara la angustia
que digiere tus insaciables entrañas.

¿Harías algo,
harías algo si te dijera que la tierra mojada
lleva las pupilas de los que,
dejándose matar por la vida,
se pudrieron en arrepentimiento?

Me horroriza,
realmente me horroriza verte postrado
entre la sombra resignada
mientras estrategias invaluables
hierven en tu mente agrilletada.

Te rendiste.

Permitiste que retorcieran tu voz en peroratas,
que limaran tus garras con burdas contradicciones,
que callaran tus discursos con bozales de miseria.

¡Te rendiste!

Acá,
acá sentado, fumando,
masticando la náusea que la escoria te provoca,
no hacés más que agregarle una triste oveja
al nutrido rebaño de tontos útiles.

Acá,
acá a tu lado escucho tu voz putrefactarse
entre la hojarasca que humea en tu garganta.

Cuán infame,
cuán inútil resultás admirando la distancia,
cegado a las lides sangrientas
que rugen bajo esta colina.

Cuán distante,
cuán minúsculo se hace el hombre
que defeca sus ideales
y exhala resignación.

No puedo verte ya,
no puedo verte pues esa mente que vos enjaulaste
ladra suplicando su liberación…
Y los intentos se me agotaron.

Te dejo, valiente, acá te dejo.
El tiempo nos vence
y la tristeza se contagia.